'La tierra prometida' (imagen cortesía de Zentropa)

Crítica ‘La tierra prometida’: 25 años de anhelo

febrero 12, 2024
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A la hora de volver a la industria cinematográfica danesa de la mano de la productora de Lars Von Trier, Zentropa, Nikolaj Arcel ha optado por rodar una película, La tierra prometida, que funciona como complemento de su anterior Un asunto real. Por Tonio L. Alarcón

‘La tierra prometida’ (imagen cortesía de Zentropa)

Como tantos directores extranjeros engullidos por la maquinaria de Hollywood, tras su pésima experiencia con La Torre Oscura (2017), Nikolaj Arcel ha escogido volver a terreno conocido. No en vano, La tierra prometida (2023) es claramente un retorno al esquema de producción que le permitió llevar adelante la también muy premiada Un asunto real (2012). Es decir, relato de época y presupuesto medio, adaptación de una obra autóctona que relee la historia de Dinamarca (en este caso, la base es un libro de Ida Jessen que no cuenta, de momento, con traducción al castellano), y con el protagonismo de una estrella autóctona como Mads Mikkelsen.

Claro que, si en aquélla se centraba en entornos palaciegos, ofreciendo una ambientación de carácter elevado y acomodado, aquí Arcel opta por bajar los pies al suelo retratando no solamente un contexto social mucho más modesto, sino también la dureza de la vida rural de su país en el siglo XVIII. Así pues, de tener a Cristián VII como personaje principal, ha pasado a que, en La tierra prometida, el padre de éste, Federico V, sea un mero fantasma que apenas tiene presencia física a lo largo del metraje.

Es probable, de hecho, que uno de los aspectos que le atrajeran de la novela de Jessen fuera su ambientación en los páramos daneses, porque le permitían explorar aquello que quedaba frustrado tras todo el aparataje industrial de La Torre Oscura: su aproximación narrativa al terreno del western.

Así pues, aunque a la hora de construir una especie de novela-río alrededor del personaje del Capitán Ludvig Kahlen (Mikkelsen), la principal referencia de Arcel haya sido, según confesión del director, el cine épico de David Lean, es difícil no pensar en las semejanzas con westerns sobre la conquista del territorio norteamericano como Horizontes de grandeza (1958), Cimarrón (1960) o La conquista del Oeste (1962). Especialmente, por el énfasis que el guión de Anders Thomas Jensen y el propio director pone en el enfrentamiento entre Kahlen y Frederik de Schinkel (Simon Bennebjerg), que se asemeja a los choques, habituales en el género, entre los defensores del viejo orden y los representantes de una sociedad más civilizada, más avanzada.

‘La tierra prometida’ (imagen cortesía de Zentropa)

En ese sentido, y además de forma muy probablemente buscada por el director, La tierra prometida funciona como una especie de prólogo o, si se quiere, de antecedente histórico de Un asunto real. No sólo por el momento en que está ambientada cada una, sino también por cómo la pugna entre De Schinkel y Kahlen, es decir, de la aristocracia contra el vulgo, ya está apuntando hacia las ideas reformistas que Johann Fredrich Struensee (también Mikkelsen) introdujo durante el reinado de Cristián VII, y que antecedieron las derivas constituciones del país.

Lo que nos está describiendo Arcel es la resistencia por parte de las clases dirigentes a dejar el país en manos de la plebe, y cómo, para recuperar ese control, se utiliza la crueldad (y la manipulación subrepticia): después de todo, los siniestros consejeros de Federico V no están tan lejos de los lobbys financieros que mueven los hilos de nuestra sociedad al margen de las decisiones de los gobiernos.

‘La tierra prometida’ (imagen cortesía de Zentropa)

Uno de los aspectos más interesantes de ese enfrentamiento de clases está en que Arcel no dibuja a Kahlen y a De Schinklen como antitéticos, sino como una especie de reflejos opuestos. Mientras el primero es el hijo bastardo de un noble que lleva toda su vida luchando para ganarse el título nobiliario que su padre le negó, el segundo es el heredero de una importante figura burguesa que quiere alejarse de la alargada sombra de su progenitor accediendo también a un título nobiliario. De ahí que ambos sean descritos, al menos al principio del relato, como igual de obcecados y ambiciosos, así como capaces de sacrificar a todos los que les rodean para lograr aquello que quieren: es también intencional que, debido a su comportamiento frío y distante, se haga difícil simpatizar con la figura poco heroica de Mikkelsen.

En realidad, el desviamiento definitivo en el comportamiento de ambos lo marca la llegada a la vida de Kahlen de dos figuras femeninas, la de Ann Barbara (Amanda Collin) y Anmai Mus (Melina Hagberg), también de origen humilde y tan desclasadas como él. No porque formen un grupo familiar no intencionado, sino porque le muestran la posibilidad de encontrar la (efímera) felicidad en lo más sencillo, y no en la consecución de sus ambiciones de poder. Lo que puede entenderse también como una metáfora del paso de Arcel por la industria de Hollywood, y sus consecuencias personales.

‘La tierra prometida’ (imagen cortesía de Zentropa)

Aunque La tierra prometida no sea, en realidad, una película cargada de violencia, el director enfatiza la crueldad de las secuencias en que hace uso de ella para que la tensión que provocan reverbere durante el resto del metraje. Hay momentos, de hecho, en los que recurre al off visual porque es consciente de que resulta mucho más terrible (cfr. la tortura de Johaness Eriksen (Morten Hee Andersen)); sin embargo, en los pocos momentos en los que se producen enfrentamientos físicos, estos son descritos con una sequedad especialmente inquietante. Lo cual no deja de resultar coherente dentro de un relato que, de forma plenamente consciente, le hurta al espectador gran parte de la catarsis emocional que le habría ofrecido una producción comercial convencional.

El mundo real, nos dice el director, es tan amargo y tan caótico como insiste en pregonar el personaje de Bennebjerg.