Quizás en otro contexto, una colaboración entre Gareth Evans y Tom Hardy habría dado lugar a una película de acción con personalidad arrolladora, y no a un producto olvidable, hijo del algoritmo del streaming. Por Juan Galarza

Estragos (Havoc), uno de los éxitos actuales del inmenso catálogo de Netflix, propone un maridaje, a primera vista, bastante sugerente.
Por un lado, dirige el largometraje Gareth Evans, quien a principios de la década pasada se hizo un nombre en el cine de acción gracias a su bilogía de películas indonesias; Redada asesina [The Raid] (2011) y su secuela Redada asesina 2 [The Raid 2] (2014). En ellas, el galés, fanático confeso del cine de Jackie Chan y de directores como John Woo y Johnnie To, filmaba violentos tiroteos y asombrosas coreografías de pencak silat —un arte marcial originario de Indonesia— con una labor de realización vistosa e ingeniosa que exprimía al máximo los recursos disponibles.
Por otro lado, la película está protagonizada por Tom Hardy, un actor cuya particular fisicidad le ha permitido construir una filmografía marcada por roles viscerales, como los de Bronson (2008) o Warrior (2011) y le ha puesto en varias ocasiones al servicio de grandes producciones de acción, como Mad Max: Furia en la carretera (2015) o El caballero oscuro: La leyenda renace (2012), con personajes de una presencia eminentemente corporal. Por si fuera poco, también ha trascendido durante los últimos años su éxito extracinematográfico como practicante de jiu-jitsu brasileño.
Con estos precedentes, de la conjunción entre cineasta e interprete cabía esperar una película, como mínimo, más estimulante que su resultado final.
En Estragos, Evans suma a sus modelos del cine de acción hongkonés la influencia de los thrillers policíacos de los años 70 y 80. Referentes manifiestos del director, como William Friedkin, Sam Peckinpah o Michael Mann, son invocados desde la lógica del simulacro: mediante la imitación del grano en la fotografía, la localización de la trama en una ciudad sin nombre cuya mescolanza de elementos remite a una idea de americanidad, o la ubicación del crimen como eje estructural del relato.
En el centro del mismo, Tom Hardy, en un rol arquetípico del neo-noir, interpreta a un detective de homicidios antipático y atormentado, que trata de localizar al hijo de un político (un discretísimo Forest Whitaker) envuelto en un fallido robo de drogas que también salpica a la policía y a una banda criminal.

En una película de líneas narrativas cruzadas, desplegadas a lo largo de dos días y ambientadas en diversos escenarios del crimen urbano, la acción es vehiculada por las peleas y los tiroteos, con la suspensión de la incredulidad llevada al extremo.
Sobre el papel, lo esperable para el regreso de Evans al cine de acción tras unos años marcados por su incursión en el folk horror con El apóstol —también de la mano de Netflix— y su labor como showrunner de la serie Gangs of London. No obstante, la película no fluye tan bien como los mejores trabajos del director.
Redada asesina funcionaba principalmente porque concentraba la acción en un microcosmos muy delimitado: un edificio y sus distintas plantas, que ante cada combate devenían un entorno cada vez más claustrofóbico. De ese modo, lo argumental quedaba en un segundo plano frente a la crudeza de las peleas; el instinto de supervivencia alcanzaba entonces una cierta abstracción: los personajes se convertían en meros cuerpos huyendo y deshaciéndose de enemigos como si fuesen plagas de zombis. El resultado era muy lúdico, comparable a la mecánica de un videojuego beat ‘em up.
El apóstol, pese a seguir siendo una obra violenta y oscura, ya advertía de las carencias de Evans al alejarse de ese estilo para moverse en terrenos más narrativos. Si bien Estragos plantea un cierto regreso a sus orígenes, no logra obviar las insulsas subtramas y los personajes secundarios que entorpecen a la película y que la convierten en una obra rutinaria, de la que parece contagiarse un Tom Hardy en piloto automático.
Hay secuencias, como la de tiroteo en una discoteca que dejan entrever el potencial que Estragos pudo alcanzar. Si bien alejada de la inventiva de la saga Redada asesina, se aproxima a esa destreza para filmar con gracia interminables y alocadas peleas. Es la más memorable dentro de un conjunto de set pieces montadas con confusión y que abusan de unos efectos digitales mejorables.

La persecución inicial es un buen ejemplo del extraño aspecto sintético que provocan estos VFX, algo especialmente llamativo, tratándose Evans de un director que siempre se había distinguido por su preferencia por los efectos prácticos y artesanales.
Cabría esperar que la película se hubiese pulido durante su larguísima posproducción: pese a haber finalizado el rodaje en octubre de 2021, los reshoots que Evans consideraba necesarios se postergaron durante años debido a incompatibilidades laborales y a la huelga de actores de Hollywood.
Tras tanto tiempo y dinero invertido, es una pena que el resultado sea una película que, en su conjunto, es prácticamente indistinguible del resto del cine de acción disponible en el vasto catálogo de Netflix y que parece condenada a convertirse en un producto más perdido en su algoritmo.