Tras muchos tropiezos, incluida la pérdida de su protagonista original, Robert Downey Jr., por fin nos ha llegado a través de plataformas el nuevo largometraje de Shane Black, Juego sucio, en el que intenta aproximarse (a su manera) a la literatura de Richard Stark. Por Tonio L. Alarcón

El cine ha vuelto una y otra vez a la figura de Parker, el violento ladrón concebido por Donald Westlake bajo su seudónimo Richard Stark. Una fascinación compartida que subyace en el magnetismo que desprende un personaje que es pura destilación de la tradición hardboiled: un antihéroe medular, existencialista. Lo que, a su vez, Westlake también aplicaba a la rotunda simplicidad de sus tramas, en las que no dejaba ni un solo gramo de grasa para que fluyeran con un dinamismo, sí, muy atractivo para lo cinematográfico.
De ahí que, en la gran pantalla, haya cambiado continuamente de rostro (y de nombre, pues su creador era reticente a su uso), mutando continuamente entre los de Anna Karina, Lee Marvin, Michel Constantin, Jim Brown, Robert Duvall, Peter Coyote, Mel Gibson, Jason Statham y, ahora, Mark Wahlberg.
Shane Black no era una mala opción para adaptar a Westlake, pero al Westlake irónico, con una visión satírica sobre el género, que encaja más con películas como El último boy scout (1991), Kiss Kiss Bang Bang (2005) o Dos buenos tipos (2016).

De sus manos habría salido un buen largometraje de Dortmunder, el reverso cómico de Parker, que también cuenta con un notable número de adaptaciones a sus espaldas, desde Un diamante al rojo vivo (1972) a ¿Qué más puede pasar? (2001), pasando por la italiana Come ti rapisco il pupo (1976). Claramente se habría sentido (mucho) más cómodo en ese registro ligero, cargado de retranca pero no carente de tropos del género, que en el hardboiled lacónico tan del gusto de la pluma de Richard Stark.
No creo que sea casual, a ese respecto, que Black haya preferido no adaptar ninguno de los libros originales, sino crear su propio (si se me permite) fan fiction mezclando elementos de varios de ellos. De esa manera, el guionista y director no ha tenido que enfrentarse a la traslación directa del universo de Parker, sino que se lo ha llevado a un terreno mucho más propio, más afín a su obra anterior. Lo que provoca una contradicción intrínseca que marca de forma profunda la naturaleza de Juego sucio (2025).
Por un lado, realmente sabe sacarle provecho a la sequedad interpretativa de Wahlberg para construir una versión del personaje de Stark apropiadamente amoral, aunque no carente de cierto código de honor. Pero, por el otro, no puede resistirse a rodearlo de alivios cómicos. Cierto es que ahí encaja la introducción de Grofield (LaKeith Stanfield), otra creación literaria de Westlake, que siempre ha sido un personaje más ligero que Parker, pero el resto de miembros de la banda parecen salidos, realmente, de una novela de Dortmunder.

Algo parecido ocurre con el tono del propio largometraje, que se diría una reacción directa a la mediocre recepción taquillera de su anterior aproximación al género, Dos buenos tipos. Allí, la ambientación seventies de la historia le impulsaba a construir una ficción que, pese a su tono fundamentalmente cómico, se aproximaba mucho más al hardboiled en la sequedad con la que enfocaba la violencia.
Sin embargo, con la intención de hacerla más vendible cara al público general, Black vuelca sobre Juego sucio lo aprendido en proyectos mucho más mainstream como Iron Man 3 (2013) o Predator (2018), y no precisamente para bien. Y es que la introducción de secuencias con una espectacularidad digital que alude al blockbuster contemporáneo, como la (terrible) persecución en el hipódromo, o todo lo relativo al robo del tren en marcha, rompe con el tono mucho más contenido, y con una agresividad mucho más inmediata e impactante, de las escenas más a ras de suelo: véase el tiroteo tras la conversación con Reggie (Adam Dunn), seguramente uno de los mejores momentos del filme.
En todo caso, Black ha vuelto a contar aquí con el mismo director de fotografía que en Dos buenos tipos, Philippe Rousselot, quizás para intentar recuperar algo de su energía particular. Allí el francés se lanzó por primera vez a trabajar con cámaras de cine digital, pero alternando lentes modernas Panavision G con modelos vintage como una Angénieux Optimo 56-152 mm AS2 T4 anamórfica.
Eso marcaba una cierta estética a la antigua que remarcaba el tipo de cine con el que pretendía reflejarse.
Algo que, sin embargo, se pierde por completo en Juego sucio, que, más allá de la ambientación navideña tan afín a su máximo responsable, no logra distinguirse visualmente de otras tantas producciones audiovisuales marcadas por la vacuidad de la estética Netflix.
Cierto es que el guionista/director no se ha distinguido nunca por la personalidad visual de sus incursiones tras las cámaras, pero aquí alcanza una vacuidad expresiva de la que ni siquiera le salva el oficio de un veterano como Rousselot.