Tras su estreno internacional en la 81ª edición del Festival de Venecia, donde Nicole Kidman se alzó con la Copa Volpi a mejor interpretación femenina, Babygirl, el tercer largometraje de Halina Reijn llega a nuestras salas bajo el sello de A24. Por Belit Lago

No es la primera vez que la actriz australiana se deja llevar por los encantos de alguien mucho menor; de hecho, el caso más extremo lo vimos en Reencarnación (Jonathan Glazer, 2004), en la que Anna, una viuda que perdió a su marido diez años atrás, se deja embaucar por un preadolescente perturbado que finge albergar el alma de su difunto esposo.
El año pasado era Zac Efron, interpretando al jefe de la hija de Kidman, quien caía rendido a sus pies en la comedia romántica de Netflix Un asunto familiar, del guionista de Los puentes de Madison Richard LaGravenese.
A sus 57 años, la que para muchos siempre será Satine en el Moulin Rouge parisino de 1900, es de las pocas intérpretes que puede presumir de poseer un Óscar, cinco Globos de Oro, un Emmy, un BAFTA y un Oso de Plata —por citar solamente algunos de los galardones más conocidos—, además de múltiples reconocimientos por parte de la crítica y una estrella en el paseo de la fama de Hollywood, conseguida tras su papel de Virginia Woolf en Las horas (Stephen Daldry, 2002) en 2003.

En Babygirl Kidman es Romy Mathis, una poderosa e influyente ejecutiva que junto a sus dos hijas adolescentes y su marido Jacob (Antonio Banderas), un popular director de teatro, forman la familia perfecta. O eso es lo que parece. Al poco nos damos cuenta de que no es oro todo lo que reluce, y que el escrupuloso orden e inmaculado equilibrio que caracterizan a la empresa tecnológica dirigida por Mathis se contraponen a los oscuros secretos que hacen tambalear esa aparente estabilidad. La llegada de Samuel (Harris Dickinson) a la oficina, un becario descarado que inmediatamente llama la atención de Romy, se convertirá en la oportunidad perfecta para llevar a cabo sus fantasías sexuales, aquellas que su marido nunca ha sido capaz de satisfacer.
A la hora de poner en práctica el juego de la seducción, la evidente diferencia de edad entre ellos no resulta tan importante como el estatus de poder representado por ambos, tanto dentro como fuera del trabajo. Ella, convertida en su mentora a petición de él, inicia sin darse cuenta la relación de dominación cuando le pide que le prepare un café mientras atiende al teléfono: será de las pocas veces que su petición surta efecto. A partir de entonces es Samuel quien toma las riendas de la situación para someter a su jefa a su antojo, aunque siempre de forma consentida.
Reijn se esfuerza en configurar un retrato de la mujer madura deseante, aquella que tantas veces se conforma con una insatisfacción sostenida en el tiempo por culpa de contratos sociales como el matrimonio. Sin embargo, y pese a contar con la entrega total por parte de Kidman para construir un personaje poliédrico al que nunca juzga como directora, el relato resulta incompleto.
El objetivo de la cinta no está claro, a menos que la única aspiración de la holandesa haya sido visibilizar relaciones de abuso desde el deseo, donde la denigración y el sometimiento se erigen como las fantasías eróticas de una mujer de mediana edad que aspira a ser algo más que una esposa y madre trabajadora.

En este sentido, Romy abraza de manera visceral esa parte de su naturaleza cuando vislumbra la ocasión de intentar convivir con ello de la forma más sana posible: desde el pacto con el otro, aprovechándose, en este caso, del capital sexual de Samuel.
Luchar contra el monstruo que todos llevamos dentro es muchas veces una forma de sobrevivir en un mundo apegado a lo normativo. Salirse de lo establecido siempre ha sido castigado, penal o socialmente, y propuestas como esta —quizás menos arriesgada de lo que parece, pero sin duda susceptible de generar reacciones diversas— resultan, cuanto menos, estimulantes.