Cuando parecía que su carrera cinematográfica se quedaba en stand-by, Ethan Coen se ha descolgado, en colaboración con su esposa Tricia Cooke, con una mezcla de comedia romántica y thriller, de espíritu radicalmente queer, como Dos chicas a la fuga. Por Tonio L. Alarcón
A diferencia de su hermano Joel, que optó por un proyecto de prestigio como La tragedia de Hamlet (2021) para debutar como director en solitario, Ethan Coen se ha lanzado a dar un salto equivalente (eso sí, con la colaboración de su esposa, la montadora Tricia Cooke) con una comedia desvergonzada, de espíritu trash, como Dos chicas a la fuga (Drive-Away Dolls, 2024).
El humor anárquico, en algunos momento netamente cartoon, que caracteriza este último largometraje conecta con el cine más descontrolado de la filmografía de los Coen, fuera su guión para Ola de crímenes, ola de risas (1985) o su posterior Arizona Baby (1987).
Como ocurría en ambas, aquí no hay referencias elevadas que redimensionen su sentido de la comedia (Capra en El gran salto (1994), Chandler en El gran Lebowski (1998) o Faulkner en O Brother! (2000), por poner unos cuantos ejemplos), sino que la intención de sus responsables ha sido la de construir una road movie romántica con cierto aroma de sexploitation de serie B… Si bien sin olvidar jamás que se trata de un proyecto con vocación comercial. Al fin y al cabo, por más que Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965) sea una referencia para Coen y Cooke, jamás llegan al atrevimiento casi experimental del cine de Russ Meyer.
En ese sentido, no es casual que las desventuras sexuales/amorosas de Jamie (Margaret Qualley) y Marian (Geraldine Viswanathan), que se dirían un remake en clave queer de Juegos de amor en la universidad (1985), estén enmarcadas por una trama criminal que sirve, en gran parte, para justificar la itinerancia geográfica de sus personajes.
Lo más interesante es que Coen, que a lo largo de sus colaboraciones con su hermano ha demostrado conocer (y dominar) a la perfección los tropos del noir, le da aquí la vuelta a los mismos con socarronería y un punto de mala leche. De la misma manera que la torpeza y la falta de profesionalidad de los matones que persiguen a las protagonistas nos retrotraen a Fargo (1996), la figura del (anti)héroe que, sin comerlo ni beberlo, se ve envuelto en un asunto turbio que supera sus capacidades nos aproximan al terreno de El gran Lebowski, por más que, según los responsables del largometraje, una de sus principales referencias a la hora de concebir el misterio que oculta el relato fuera El beso mortal (1955).
A la hora de entender el tono de Dos chicas a la fuga, resulta fundamental la dirección de fotografía de Ari Wegner, que aquí ha gravitado hacia un concepto muy diferente al naturalismo que caracterizaba algunos de sus trabajos más reconocidos, como Lady Macbeth (2016), La verdadera historia de la banda de los Kelly (2019) o El poder del perro (2021).
Es decir, su tendencia al uso de fuentes naturales sigue estando presente en los momentos en que se nos muestra el lado más cotidiano (y a veces más aburrido) de la vida de sus personajes principales. Pero está fuertemente contrastada con aquellas secuencias repletas de colores saturados mediante el uso de LEDs Astera, en las que los encuadres se aproximan al puro neonoir (especialmente interesante resulta cómo Wegner fuerza el sensor de la cámara Arri Alexa 35 en las tomas interiores, generando una imperfección cercana al grano que recuerda al cine de los 70) para transmitir la vertiente más atrevida, más aventurera, de la historia de amor entre Qualley y Viswanathan. Ahí reside, precisamente, la clave principal del desarrollo de la misma: en que, para que la relación funcione, deben encontrar un entendimiento entre los extremos que ambas representan (caos y orden), como hace el propio largometraje.
Incluso sin conocer previamente a Cooke, no es difícil deducir que detrás de Dos chicas a la fuga está una montadora, debido a lo juguetonas que son algunas de las transiciones entre secuencias. De vez en cuando, usa alguna máscara que en su atrevimiento casi comiquero recuerda, por supuesto con la preceptiva distancia, al interesantísimo trabajo que Tim Squyres realizó para el Hulk (2003) de Ang Lee.
Pero en general, en su trabajo conjunto con Coen hay un esfuerzo por armonizar los planos que van a encadenarse a lo largo del metraje, usando metáforas, guiños y, en general, cualquier tipo de transición que añada un sentido adicional al relato, aunque sea un raccord de movimiento que genere un gag visual. Lo que define bastante bien a un largometraje que no acaba de ser tan loco como le gustaría sentirse, pese a la identidad fuertemente queer de su trazado argumental (y la refrescante franqueza con la que aborda la sexualidad de sus personajes) y a las secuencias psicodélicas protagonizadas por una Miley Cyrus sin acreditar, para las cuales Wegner recopiló referencias visuales como los cortos experimentales de Stan Brakhage: de nuevo, las referencias culturas intrínsecas al cine de los Coen se interponen en la influencia de la más pura exploitation.