Adam Driver 'Ferrari'(Imagen cortesía de Diamond Films)

Crítica ‘Ferrari’: Rayos de color rojo

febrero 22, 2024
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Más de dos décadas llevaba Michael Mann intentando llevar adelante Ferrari, con la intención de transmitir, por un lado, su pasión personal por el automovilismo, y por el otro, los claroscuros de la figura del creador de la escudería italiana. Por Tonio L. Alarcón

Adam Driver en ‘Ferrari’ (Imagen cortesía de Diamond Films)

Desde su ópera prima cinematográfica, la estupenda Ladrón (1981), la filmografía de Mann ha girado, en gran parte, alrededor de personajes con un alto grado de profesionalidad, dotados de una férrea (y casi obsesiva) ética que les desconecta de su entorno social más inmediato y que, de rebote, les provoca problemas muy graves a la hora de mantener una cierta estabilidad sentimental.

Unos rasgos que se corresponden a la perfección con los de Enzo Ferrari (Adam Driver), al menos en la (re)interpretación de su figura que el director desarrolló hace más de veinte años junto a su fallecido coguionista, Troy Kennedy Martin, y que ahora ha volcado en Ferrari (2023).

El muro emocional que representan las ubicuas gafas de sol del empresario le ayuda a distanciarse del (y sobrevivir al) dolor, la pérdida y la hipocresía de las que está rodeado, pero al mismo tiempo le dificulta volcarse a nivel emocional en sus relaciones más próximas. La mejor definición de esa inestabilidad está en que la única escena de sexo pasional que protagoniza Ferrari sea con la esposa de la que está a punto de divorciarse, Laura (una Penélope Cruz más Magnani que nunca), mientras la relación con su amante, Lina Lardi (Shaile Woodley), está dibujada de forma prácticamente virginal.

A la hora de captar toda la complejidad de una figura, al mismo tiempo, tan magnética y tan antipática, Mann y Kennedy Martin optaron por concentrar la acción del largometraje en las semanas próximas a la disputa de las Mile Miglia de 1957. Una ubicación perfecta para resumir tanto sus problemas personales (la reciente muerte de su hijo Dino, y el distanciamiento de su mujer) como la crisis financiera que estuvo a punto de hundir la compañía.

La Mile Miglia de 1957, foco de la película de Michael Mann (Imagen cortesía de Diamond Films)

Precisamente el hecho de acotar el relato a nivel temporal ha hecho más fácil que el director pudiera prestar toda la atención que pretendía a los detalles históricos de la película, que está rodada en los escenarios reales de Módena y Brescia donde se desarrollaron los acontecimientos narrados (para lo cual, la producción ha contado con el apoyo del segundo hijo de Ferrari, Piero) para captar con la máxima fidelidad una de las grandes contradicciones que define la historia: que unos coches de tal belleza y potencia, indomables como seres mitológicos, fueran construidos en un contexto tan provinciano como el de la Italia previa a il miracolo económico.

Resulta, en ese sentido, impecable el trabajo de fotografía digital llevado a cabo por Erik Messerschmidt (colaborador de confianza de los últimos trabajos de Fincher). Mann fue, seguramente, uno de los directores que utilizó el digital de forma más expresiva a principios de los 2000, sobre todo en películas como Collateral (2004) o Corrupción en Miami (2006). Aquí da un paso adelante, y en lugar de explotar a nivel expresivo el artefacto (es decir, los defectos que presenta la imagen digital al llevarla al límite, especialmente en entornos poco iluminados), lo que hace es aprovechar la flexibilidad de los sensores de cámaras como la Sony CineAlta Venice 2 o las Red Komodo y V-Raptor 8K VV para fotografiar unos interiores oscuros, faltos de color, que representan la mediocridad y el provincianismo del entorno social de Ferrari. En el uso de la luz, asegura Mann, su inspiración ha sido la pintura de Caravaggio; pero además, el estatismo de los planos y la limitación de la paleta de colores en cuanto a vestuario y diseño de producción completan la sensación de estar viendo casi una película en blanco y negro.

En un contexto, a nivel visual, tan poco memorable, el rojo característico de la carrocería de los Ferrari llama la atención cada vez que entra en plano. De esa manera, Mann no solo enfatiza la dimensión mítica de los diseños de la escudería, sino que también transmite dónde se ha centrado el lado más pasional de su protagonista.

Penélope Cruz en ‘Ferrari’ (Imagen cortesía de Diamond Films)

Por eso la cámara se revoluciona durante las secuencias automovilísticas, y abundan las grúas y los travellings que enfatizan la sensación de movimiento, así como los planos detalle desde el cuerpo del propio coche. Algo que queda especialmente claro durante la disputa de las Mile Miglia, en la que los apagados entornos de Módena se llenan, de forma súbita, de cartelería de colores llamativos, y durante la cual toman una especial preeminencia los entornos naturales, repletos de verdes acentuados por la fotografía de Messerschmidt, que contrasta con el llamativo color de los automóviles.

Ahí es donde se aprecia esa naturaleza casi bestial de los mismos, que Mann subraya a través de la liturgia de los pilotos dejando cartas de despedida a sus parejas, si bien sale especialmente a colación en los dos accidentes que sirven de vector dramático para el relato. La frialdad casi quirúrgica con la que se reconstruyen ambos choques, y sus consecuencias respecto a los cuerpos humanos implicados, transmite la falta de compasión de esas máquinas desatadas y, con sus condicionantes emocionales, también del propio Ferrari.