Gal Gadot en 'Red Notice' (imagen cortesía de Netflix)

De la euforia a la crisis de madurez: el audiovisual de plataformas

mayo 17, 2024
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La última ceremonia de los premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de Hollywood, celebrada el pasado 10 de marzo, marcó simbólicamente un punto final para la percepción de superioridad que las plataformas de streaming globales —Amazon Prime Video, Apple TV+, en especial Netflix— habían instaurado durante los últimos años en el panorama audiovisual. Proyectos de plataformas destinados a comprar prestigio a golpe de talonario como Los asesinos de la Luna y Napoleón, producidas por Apple TV+, o Maestro, debida a Netflix, se fueron de vacío en una de la ceremonia de los Oscar más vistas de los últimos años gracias al impacto crítico y/o popular a lo largo de 2023 de Oppenheimer, Barbie y, en tiempo de descuento, Pobres criaturas; películas auspiciadas por grandes estudios tradicionales —Universal, Warner Bros., Disney— que la comunidad hollywoodense ha reconocido como suyas.

Por Diego Salgado

I.

La búsqueda de legitimidad por parte de las plataformas de streaming se ha saldado con éxitos circunstanciales como Roma, El poder del perro o CODA, insuficientes para apuntar un cambio de la tendencia cultural a su favor. En esa dirección han ido también sus esfuerzos por una mayor apertura a los ámbitos de la exhibición cinematográfica, los medios y la cinefilia. Durante un periodo considerable, las plataformas se habían mostrado reacias a exhibir sus producciones en salas de cine más allá de los estrenos técnicos precisos para optar a premios o cumplir con obligaciones contractuales e institucionales; habían desatendido a la prensa generalista y los medios especializados al estimar que su contribución no era importante de cara a promover sus estrenos digitales; y se habían mostrado esquivas en lo referido a brindar cifras de audiencia.

Gal Gadot en ‘Red Notice’ (imagen cortesía de Netflix)

Hoy por hoy, apuestan por políticas más transparentes y participativas, conscientes de que sale a cuenta participar de la ecosfera cinematográfica y poner en valor la experiencia de sus abonados: en la era de la reformulación del evento fílmico articulada por las redes sociales y el IMAX, ya no basta con brindar semanalmente un aluvión de estrenos indistintos a los espectadores ni con la estimulación en ellos del binge watching o atracón compulsivo, acrítico, de audiovisual.

Pero es arriesgado asegurar ahora mismo que las plataformas de streaming van a seguir invirtiendo cantidades ingentes de dinero en producciones de prestigio como las citadas. El nuevo responsable de contenidos de Netflix, Dan Lin, parece haber tirado la toalla: “Vamos a enfocarnos más en la audiencia que en los autores”.

Lo cierto es que, de cara a sus potenciales abonados, los autores permitían exhibir a las plataformas un catálogo con títulos de calidad y exclusivos frente a la oferta de sus competidoras virtuales. Pero, en el fondo, a lo que aspiraban las plataformas era a sustituir a los estudios tradicionales como referentes de un audiovisual con atractivo global. Y, aunque en ocasiones han estado a punto de conseguirlo —recordemos el ocaso de la televisión analógica por factores demográficos, un declive de la exhibición cinematográfica agudizado por la pandemia de COVID-19 y el hecho de que compañías como Apple disponen de tanta liquidez como para que sus ejecutivos barajen la adquisición en un futuro próximo de algún gran estudio—, parece que la posibilidad se les ha escapado de las manos.

II.

En cualquier caso, nadie podía pensar hace unos años que las plataformas de streaming alcanzarían tanto poder como para poner en jaque los canales clásicos de cine y televisión. Netflix nace en 1997, en pleno auge de la burbuja puntocom y las primeras sinergias entre empresas de tecnología digital y del entretenimiento. De hecho, la compañía opera en un principio como web de alquiler y venta de producciones cinematográficas y televisivas ajenas en formato físico. DVD primero, más tarde Blu-ray. En el caso de los alquileres —servicio operativo hasta septiembre de 2023—, los usuarios recibían y devolvían las películas a través de sobres prefranqueados.

En 2007 esta vía de negocio todavía funcionaba a pleno rendimiento y empezaba a ganar la partida al modelo de locales físicos de alquiler y venta de series y películas liderado por la cadena Blockbuster. Sin embargo, Netflix supo ver que el futuro pasaba por Internet pese a las limitaciones que existían por entonces en el ancho de banda y la dificultad consiguiente para disfrutar en casa de contenido audiovisual con una calidad de imagen suficiente.

‘Napoleón’ (Apple y Sony Pictures=

La decisión de ofrecer contenidos en streaming tiene que ver también con la aparición de nuevos actores en ese terreno como Amazon Prime Video, Apple TV —integrada en el universo tecnológico de Apple—, Hulu —depositaria en un primer momento de las series y películas producidas por NBCUniversal y, posteriormente, Disney—, Mubi y, en nuestro país, Filmin. La estrategia es un éxito total, hasta el punto de emprender Netflix entre 2011 y 2012 una expansión internacional de su servicio de streaming que cubre hoy por hoy la práctica totalidad de los países del mundo, algunos de los cuales se suman a la fiebre del streaming con plataformas locales de gran alcance regional: iQIYI y Youku en China, Vidio en Indonesia, ZEE5 en India.

El único pero que puede ponerse a la proyección global sin precedentes de contenidos audiovisuales por parte de Netflix es que la plataforma no puede presumir por entonces de creaciones y personalidad propios, a diferencia por ejemplo del prestigioso canal televisivo HBO. La oferta que brinda Netflix a sus abonados depende de los pactos establecidos con otras compañías. Ello implica fricciones crecientes en aspectos clave como los períodos de disponibilidad de los títulos en la plataforma y la ventana de exhibición o tiempo que separa el estreno de un contenido audiovisual desde su estreno en los cines o los canales televisivos originales hasta su llegada a Netflix.

Los desembolsos por el streaming de contenidos ajenos empiezan a ser tan altos que Netflix ve mermada su capacidad para crecer. Como consecuencia inevitable, hitos como House of Cards (2013-2018) marcan el inicio del encargo o elaboración de contenidos exclusivos para la plataforma, merced a cuatro vías en las que Netflix se embarca progresivamente: actuar como una distribuidora clásica al pagar para ser la ventana inicial de exhibición de títulos producidos íntegramente por compañías externas —Peaky Blinders (2013-)—; participar en su financiación o coproducción —Lilyhammer (2012-2014)—; recoger el testigo de series nacidas en otros canales o plataformas —La casa de papel (2017-2021)—; y ejercer a todos los efectos como estudio con las auténticas Netflix Original —figura en la que se encuadran The Crown (2016-2023) o Stranger Things (2016-2025)—.

‘Stranger Things’ (imagen cortesía de Netflix)

La combinación de estos cuatro sistemas, y la implantación por la plataforma de una tarifa plana mensual asequible a la que además puede acogerse más de un usuario tienen un efecto arrollador. En 2013 Netflix tenía 36 millones de usuarios. Tres años después, en 2016, 80 millones. En 2020, 192 millones. Y en 2024 se estima que la cifra puede llegar a los 283 millones de usuarios.

El impacto de Netflix tiene consecuencias prácticas inmediatas. Se reinventan con una mayor ambición plataformas rivales ya existentes —Apple TV+, YouTube— y surgen otras —Disney+, Peacock, Max & Discovery+, Starz, Paramount+— cuyo objetivo más o menos evidente el de servir como escaparate en Internet a los productos de las grandes corporaciones estadounidenses del entretenimiento, ansiosas por hacerse con un trozo del pastel virtual y temerosas de perder su identidad sepultadas en los catálogos de Netflix o Amazon Prime Video. Ante la pujanza del streaming, en la que influyen también cambios en las rutinas de vida y trabajo, la omnipresencia de los teléfonos móviles y los ordenadores y la interacción entre formas diversas de ocio digital, los estudios de Hollywood empiezan a perder los nervios y a devaluar sus producciones confiando implícitamente más en el potencial de sus canales de streaming que en el circuito de exhibición cinematográfica.

III.

Esta situación se recrudece con la pandemia del COVID-19, que enclaustra durante semanas en sus hogares a media humanidad y, pasado lo peor, sume a la ciudadanía en la incertidumbre y el miedo a los espacios colectivos. La industria del cine se ve gravemente afectada por todo ello mientras que, por el contrario, las plataformas de streaming viven momentos de euforia, con millones de nuevos abonados y récords de audiencia para sus estrenos.

En este sentido, el impacto del streaming no es únicamente económico. La aspiración a que sus producciones sean atractivas para audiencias de todo el mundo hace que Netflix dé alas en sus propuestas a los discursos sobre la diversidad en cuestiones de género, raza y clase que permean desde la Gran Recesión a generaciones de jóvenes ansiosas de cambios. Al mismo tiempo, interactúa con industrias del entretenimiento de geografías muy variadas para alumbrar series y películas de sabor glocal, es decir, capaces de suscitar debates en torno a la naturaleza de lo local y lo global en el siglo XXI y acerca de los valores tradicionales de las sociedades y su necesaria renovación.

‘Los asesinos de la luna’ (Apple y Paramount)

Es el punto álgido del streaming como fenómeno social, al que sigue la fase de aprietos o madurez, como prefiera cada cual, con la que hemos iniciado este artículo. Las plataformas se abandonan a la sobreproducción de contenidos siguiendo la lógica capitalista de la presencia continua, ininterrumpida de sus marcas respectivas en el mercado audiovisual para que calen en la psique del espectador medio. Ello incide en un déficit de liquidez y en la escasa calidad de muchos de dichos productos, meros refritos de ficciones clásicas cuyas imágenes átonas son asimilables por públicos de cualquier edad, clase o latitud y cuyo poder para calar a largo plazo en los imaginarios populares es nulo.

Netflix en particular se especializa en desempolvar proyectos que realizadores populares de prestigio —los hermanos Coen, Martin Scorsese, Baz Luhrmann, David Fincher— habían desechado en su momento y dormían el sueño de los justos en cajones, y los resucita como producciones de lujo con resultados desiguales; y, por otro lado, lanza semana tras semana falsas superproducciones de acción —La vieja guardia (2020), Alerta roja (2021)— presupuestadas en centenares de millones de dólares pero víctimas de una tremenda pereza argumental y audiovisual, por lo que reciben críticas terribles.

Si durante una época las plataformas de streaming representaron la victoria de los gustos y los criterios de calidad normies así como de los algoritmos y el big data para tomar decisiones creativas, a la hora de escribir estas líneas pasan por una crisis de imagen a la que deben sumarse ajustes presupuestarios, reducción de producciones, la cancelación sin contemplaciones de series y proyectos en marcha, el encarecimiento y endurecimiento de las condiciones de uso y un frenazo en el incremento de abonados.

La repercusión tras la pandemia de los alegatos de Christopher Nolan y Tom Cruise a favor del disfrute del cine en el cine, el fenómeno Dune (2021-) y las declaraciones a tumba abierta de Doug Liman contra Amazon MGM Studios por su negativa a exhibir la última película del director, Road House (2024), en cines para estrenarla directamente en Amazon Prime Video, nos indican que la guerra entre los modos físicos de exhibición y los virtuales está lejos de tener ahora mismo un vencedor moral y artístico claro.