La repercusión global de Una película de Minecraft (2025), versión para el cine del videojuego de construcción creado en 2011 por el desarrollador sueco Markus Persson, parece certificar que las relaciones entre el cine comercial producido en Hollywood y los videojuegos se abocan a una segunda edad de oro tras la experimentada en el periodo de entresiglos. Por Diego Salgado

Una película de Minecraft es, a la hora de escribir estas líneas, el segundo título más taquillero de 2025 en todo el mundo, tomando así el testigo de otros filmes recientes ligados con éxito al universo de los videojuegos como Super Mario Bros: La película (2023), Five Nights at Freddy’s (2023) y la saga Sonic (2020-), sin olvidar las series televisivas Arcane (2021-) y The Last of Us (2023-) —que han saldado sus segundas temporadas con un impacto popular notable—y Tomb Raider: La leyenda de Lara Croft (2024-) —renovada asimismo para una segunda temporada—.
No es de extrañar que, según datos recopilados por Luminate Film and TV, en marzo de 2025 se encontraran en diversas fases de desarrollo entre cuarenta y cincuenta adaptaciones de videojuegos a la pequeña o la gran pantalla, es decir, tantas como las producidas en las tres últimas décadas.
I.
El agotamiento más o menos circunstancial de sagas como Los juegos del hambre, Transformers, Piratas del Caribe, Animales Fantásticos, Star Wars y Fast & Furious y, desde el estallido de la pandemia de COVID-19, la pérdida de confianza en las películas sobre superhéroes, han dejado un hueco entre la audiencia no secuestrada por la infancia —satisfecha con las infinitas secuelas de los clásicos animados de Pixar y Disney— que bien puede ocupar la sinergia con los videojuegos.
Para el analista de mercado Rhys Elliott, “el futuro transmedia de los videojuegos, con un énfasis especial en el cine y las series producidas para plataformas, es brillante (…) Super Mario Bros: La película no solo fue la adaptación de un videojuego más taquillera de la historia, superó además en tanto película de animación las recaudaciones obtenidas por Frozen (2013), Zootopía (2016), Toy Story 4 (2019), Vaiana 2 y otros hitos contemporáneos del género”.
Ahora bien, el futuro brillante pronosticado por Elliott está condicionado por tantos imponderables que conviene ser prudente. En primer lugar, los estudios de Hollywood han de ser conscientes de que las circunstancias son muy distintas a las que alentaron entre 1993 —año en que se estrena la primera relectura a bombo y platillo de un videojuego, Super Mario Bros, partiendo también de las aventuras interactivas de Mario— y 2012 —cuando Paul W.S. Anderson y Milla Jovovich alumbran el filme más experimental de aquel ciclo, Resident Evil: Venganza— la realización de una serie de títulos que articularon en conjunto la primera generación de adaptaciones de videojuegos al cine.

En aquel momento, los videojuegos carecían de la visibilidad mediática y la legitimidad intelectual y popular que disfrutan hoy, mientras que el cine de gran espectáculo estaba en el cénit de su influencia mainstream.
Los videojuegos tuvieron que rendir por tanto pleitesía a los paradigmas fílmicos imperantes, y la consecuencia de ello fueron versiones literales y superficiales del material original, destinadas a gameplayers situados demográficamente entre la adolescencia y la juventud y sin voz en la esfera pública, y escoradas hacia géneros de moda y actores al servicio menos de la ficción que de su propia imagen.
Como ha escrito el ensayista Trevor Elkington, “en aquel entonces, el desequilibrio de poder entre un medio y otro era tal que ni los videojuegos más vendidos de la historia tenían una oportunidad real de participar activamente de la creatividad fílmica (…) la industria del videojuego solo podía soñar con que en un futuro podría llegar a facturar tanto dinero y tener tanta influencia como la cinematográfica”.
II.
Fracasos en la cartelera de los últimos años como Borderlands (2024) y Until Dawn (2025) hacen pensar que todavía existen en la actualidad productores que se mueven en las perezosas coordenadas apuntadas, pero por fortuna hay otros que se han inclinado —o se han visto forzados a inclinarse— hacia aproximaciones más enriquecedoras a los videojuegos.
En primer lugar, porque los videojuegos generaron en 2024 la friolera de 184.000 millones de dólares, frente a los 50.000 millones obtenidos por las salas de cine de todo el mundo y las plataformas de streaming. Esto ha otorgado a la industria de los videojuegos un poder material que le permite incrementar cuantitativa y cualitativamente su exigencia a la hora de apostar por las adaptaciones de su catálogo a la pantalla, controladas además mediante la creación de divisiones especializadas como PlayStation Productions o la adquisición de estudios como Dynamo Pictures —reconvertido por Nintendo en Nintendo Pictures—.

Pero el desequilibrio de poder a favor de los videojuegos no se sostiene únicamente en las cifras económicas y las estrategias corporativas. Su experimentación argumental y gráfica les ha hecho depositarios desde hace tiempo de una atención pública, crítica y académica que para sí quisiera el cine, y, por otro lado, tanto sus creadores y usuarios como los de las películas y las series televisivas coinciden en haber sido jugones desde la infancia por una simple cuestión generacional.
Esto, junto a la implantación social generalizada de la informática, los móviles e Internet, ha propiciado que las claves lingüísticas e iconográficas de los videojuegos pasen a formar parte de la cultura popular y la vida cotidiana, y que los responsables de las películas y las series de televisión —desde los directores a los actores pasando por los productores y los guionistas— sientan en muchas ocasiones un afecto real por el título en cuya adaptación se hallan involucrados.
Del mismo modo, a los aficionados de a pie ya no les basta con la mera traslación a la pantalla de su videojuego favorito: exigen —y cuentan con foros, convenciones y redes sociales para que sus demandas lleguen a buen término— que se respeten en lo posible o se interpreten con talento las claves de sus títulos de cabecera. En este sentido, el cambio en la apariencia del protagonista digital de Sonic, la película (2020) debido a la presión en Internet de los fans del mítico personaje de videojuegos fue un momento histórico para las relaciones entre uno y otro medio, que han contribuido a redefinir también la implicación del directivo y desarrollador de videojuegos Neil Druckmann en el guión y la realización de algunos capítulos de la serie The Last of Us —derivada de su videojuego más célebre—, o el compromiso creativo de la desarrolladora Mojang en Una película de Minecraft a través de la figura del productor Torfi Frans Olafsson, determinante para que la versión cinematográfica del videojuego más vendido de la historia fuese producida en imagen fotorrealista y no animada y para la configuración de los personajes de Steve (Jack Black) y Garrett (Jason Momoa).
III.
No faltan, sin embargo, voces que ponen en duda la viabilidad a largo plazo, más allá de éxitos esporádicos, de la imbricación a largo plazo entre el cine de gran espectáculo y los videojuegos. Y no solo por el peligro de que Hollywood siga adoptando modos extractivos, sin interés profundo por un medio que —en especial gracias a las desarrolladoras indies o los labs de Sony, Tencent, NetEase y otras grandes compañías— hace gala de un talante más innovador y rentable que el cine.
Hay que tener en cuenta otros dos factores que dan la razón a los agoreros. En primer lugar, que, a pesar de la insistencia en las adaptaciones de videojuegos al cine y, por supuesto, de la continuación de películas y series televisivas en videojuegos —que, pese a primar también el mercantilismo, han dado lugar a GoldenEye 007 (1997), The Warriors (2005), Spider-Man 2 (2023) y otros títulos excelentes—, ambos medios pueden ser considerados en esencia falsos amigos, como sucede igualmente con el cine y el cómic; es decir, que la tendencia a vincularlos por compartir cualidades gráficas y audiovisuales en el marco de una cultura y un engagement transmedia no puede ocultar sus diferencias expresivas y de disfrute, así como las relativas a los ecosistemas productivos y de recepción donde se desenvuelven uno y otro.

Signos evidentes de esa mezcla de agua y aceite son el fiasco reiterado de los estudios de Hollywood y las plataformas de streaming cuando han tratado de crear divisiones de videojuegos —Disney renunció a ello en 2016, el equipo Blue de Netflix fracasó en 2024 y Warner Bros. Games cerró en febrero de 2025 tres de sus desarrolladoras— y, en paralelo, la indiferencia de las compañías de ocio interactivo por el efecto de las adaptaciones cinematográficas de sus videojuegos en su propio calendario de producción y puesta a la venta de títulos.
Como ha explicado el director ejecutivo de Microsoft Gaming, Phil Spencer, “los videojuegos son un medio de pleno derecho y resulta esencial salvaguardar su valor de marca y su independencia (…) No tiene sentido convertirlos a ojos del gran público en productos derivados o subsidiarios del cine y la televisión”.
La apreciación de Spencer incide en el segundo factor que podría afectar al idilio entre el cine y los videojuegos que profetizan muchos medios: el valor de las marcas o IPs —intellectual properties— en el mercado cultural, y su consumo en forma de evento lúdico y emocional compartido en vivo y por Internet, es crucial en estos momentos para garantizar beneficios en la industria del entretenimiento.
No es tan importante que Super Mario Bros: La película y Una película de Minecraft provengan de videojuegos como el hecho de que apelan a figuras, universos, experiencias, que han acompañado a los espectadores durante años, al igual que ha sucedido con otros éxitos de taquilla recientes como Top Gun: Maverick (2022), secuela de un clásico popular de hace cuatro décadas, o Barbie (2023), basada en una muñeca con la que han jugado y en la que han proyectado sus sueños varias generaciones de espectadoras.
Nos atrevemos a concluir afirmando que la fórmula para que futuras películas basadas en videojuegos funcionen tendrá que basarse en IPs de impacto pavloviano en la mente del público, materializadas cinematográficamente con un cariño y una complicidad forzados hacia la creación original, y con un tono festivo capaz de reemplazar la interactividad que consigue el videojuego a través del joystick por el sing-along, la transmisión en TikTok o el lanzamiento de mantras, alaridos y objetos a las pantallas de los cines, como ha ocurrido ya en el caso de Una película de Minecraft.