Por los largos pasillos del Kursaal ya se comentan las posibles ganadoras de la Concha de Oro, pero aún quedan películas por ver y en RUBIK hoy destacamos una de las pocas representaciones del terror de esta 72a edición del Zinemaldia, y para compensar, un poco de cine social de la mano de Arnold y Leigh. Por Belit Lago
Pedro Martín-Calero se estrena en el largometraje con una cinta de género, después de dirigir, hace más de diez años, la serie cómica Impares (2008-2010). El llanto no solo forma parte de la Sección Oficial del certamen donostiarra, sino que además estará en la Sitges Collection junto a The Substance (Coralie Fargeat), hit indiscutible de la temporada, además de contar con una proyección especial en la Seminci.
Andrea (Ester Expósito), una joven adoptada con una genealogía desconocida, empieza a notar que algo la persigue. Para descubrir de donde surge tal presencia viajamos al pasado y conocemos la historia de Marie (Mathilde Ollivier), una adinerada francesa que vive en La Plata. A través de la mirada de Camila (Malena Villa), estudiante de cine que encuentra una fuente de inspiración en este personaje, iremos descubriendo una historia de violencia encubierta que utiliza la tecnología como estrategia para generar miedo.
Martín-Calero se vale del género para hablar de los prejuicios hacia las mujeres. Las locas, tantas veces representadas en cine, siempre han formado parte de la historia social. Ejemplos como Camille Claudel o Juana I de Castilla son algunos de esos personajes maltratados por los hombres de su época —en general por sus maridos— que con el tiempo se han erigido como referentes de la lucha antipatriarcal. En el universo cinematográfico, las brujas han protagonizado infinidad de relatos misóginos, así como la subversión de los mismos.
La premisa del debut que nos ocupa es sugerente: dos historias conectadas genéticamente que se separan en tiempo (veinte años) y espacio (diez mil kilómetros); un enigma por descubrir y algunas secuencias terroríficas. Sin embargo, el resultado final no acaba de cuajar: una abandona la sala con cierta decepción, sobre todo cuando quien firma el guion es Isabel Peña, escritora de los mejores thrillers de la última década, como As bestas (2022) o El reino (2018).
¿Es Barry Keoghan el actor de moda? Desde El sacrificio de un ciervo sagrado (Lanthimos, 2017), el protagonista de Saltburn (Emerald Fennell, 2023) no ha dejado de trabajar con cineastas de la talla de Nolan o Zhao. La última en estrenar película de la mano del actor irlandés ha sido Andrea Arnold, que tras pasar por Cannes llega al SSIFF con Bird, un drama suburbano con cierto toque fantástico en su tramo final.
Bailey, interpretada magistralmente por la debutante Nykiya Adams, representa la adolescencia desatendida, siendo el epicentro de una familia desestructurada. Vive en un edificio ocupado junto a su hermano y su padre, quien está a punto de casarse, mientras la madre, maltratada por su último novio, “cuida” de sus tres hermanos pequeños en una vivienda normalmente atestada de gente drogada.
La directora de Fish Tank (2009) sigue la estela de su película cumbre para retratar la soledad de una generación perdida a través de un personaje con una personalidad potentísima. Bailey es un bicho raro frente a una masa homogénea de chonismo abanderada por el leopardo, las uñas kilométricas y los tatuajes precoces. En su búsqueda de atención y cariño, la niña conocerá a Bird, un Franz Rogowski cada vez más cerca de la excelencia, que aparece en la vida de nuestra protagonista como un destello de luz en medio de la oscuridad absoluta.
Como de costumbre, Arnold utiliza los planos cercanos y esos movimientos constantes de cámara que acercan su cine a la estética documental. La forma en que filma la inmensidad de los cielos británicos, casi siempre encapotados, esa arquitectura fría y distante del extrarradio, en contraste con el espacio natural (la playa y el campo) que abraza el extraño surgimiento del vínculo entre nuestros protagonistas: una niña que ha tenido que hacerse fuerte antes de tiempo y un excéntrico joven en busca de su pasado.
Después del bombazo de Secretos y mentiras (1996), ganadora de la Palma de Oro entre otros muchos reconocimientos, Mike Leigh vuelve a contar con Marianne Jean-Baptiste para su último trabajo, Mi única familia (Hard Truths), un drama doméstico protagonizado por dos hermanas con personalidades muy dispares.
Por un lado, Pansy, una ama de casa que vive con su marido y su hijo en un adosado, no soporta a nadie y se enfrenta al día a día con un miedo constante que le imposibilita llevar una vida tranquila; Chantelle, peluquera y madre soltera de dos hijas, tiene la seguridad de que lo único que necesita su hermana es amor, e intenta cuidarla para que cambie de actitud y valore todas las comodidades que la envuelven.
La protagonista de Mi única familia (Hard Truths) es exageradamente impertinente, incluso mal educada. Busca la antipatía del espectador, pero de tan profundo que es su odio hacia el mundo acaba consiguiendo el hastío de un público desesperado. Es a través de la repetición de estos encontronazos con sus familiares —en especial con su marido Curtley— y otros secundarios como el dentista o la dependienta, que Leigh consigue llegar a su objetivo: retratar con acierto el malestar de una clase media que entra en contradicción con su situación de aparente estabilidad. A la familia de Pansy no le falta de nada; aun así, su infelicidad la obligará, de algún modo, a contagiarlo todo de ese color gris plomo. ‘