Dentro de los estrenos que cierran el año cinematográfico, Cónclave destaca por el hecho de proponer un vibrante thriller, basado en la novela homónima de Robert Harris, que pone sobre la mesa la parte más política del funcionamiento de la curia romana. Por Tonio L. Alarcón
La clave de la popularidad de la literatura del británico de Robert Harris está en su amplia experiencia como periodista político. Esa observación, e incluso ese contacto directo con los poderosos (tenía una relación personal bastante estrecha con Tony Blair), le ha permitido ofrecer al público ficciones, incluso cuando han estado ambientadas en época tan pretéritas como su trilogía de Cicerón o Pompeya, que apelan de forma directa a cómo la clase política siempre ha estado y seguirá estando atada a las miserias del poder y al peso de la ambición.
Una perspectiva desde la que abordó también Cónclave. Pese a que la novela tiene mucho de estudio antropológico del actual proceso de sucesión papal, cargado de liturgias que conectan directamente con la propia doctrina católica, en puridad lo que hace Harris es sacar a la luz cómo, tras la supuesta ejemplaridad de los altos representantes de la Iglesia católica, laten los mismos impulsos y la misma tendencia a la manipulación que cualquiera que tenga la posibilidad de acceder al poder.
Desde ese ángulo ha construido el guión de Cónclave (2024) el también dramaturgo Peter Straughan. Más allá del aspecto casi folclórico de la ambientación en la curia romana, lo que ha hecho es subrayar el componente de thriller político de la obra original, convirtiendo las sucesivas votaciones de los cardenales en el esqueleto básico de una trama que se va enrareciendo a cada iteración. Cada vez que se hace imposible un consenso, se desatan debates internos, intrigas y revelaciones que destapan, de forma cada vez más acuciante, las miserias de una Iglesia asfixiada en su propio tradicionalismo.
En ese sentido, el largometraje, igual que hiciera antes Harris sobre el papel, utiliza a los distintos candidatos para ilustrar, a grandes rasgos, las divisiones teológicas dentro del catolicismo, desde el conservadurismo extremo que defiende el representante del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el Cardenal Tedesco (Sergio Castellitto), al aperturismo procedente de la Teología de la Liberación que representa el Cardenal Benítez (Carlos Diehz).
El director Edward Berger, consciente de las posibilidades del material, abraza con entusiasmo el componente de thriller de Cónclave, construyendo una atmósfera de tensión progresiva, inspirada en el cine conspiranoico de los 70 (El último testigo (1974) de Alan J. Pakula es una referencia confesa), que se basa sobre todo en la sensación de encierro de todos los personajes. A diferencia de tantas películas contemporáneas que emplean el formato cuadrado para transmitir asfixia, Berger y su director de fotografía, el francés François Reumont (habitual del cine de Jacques Audiard hasta De óxido y hueso (2012)), prefieren explotar el panorámico del 2,39:1 para enfatizar lo claustrofóbico de los espacios. No solamente la versión de la Casa de Santa Marta creada para el largometraje, y según la diseñadora de producción Suzie Davis, diseñada con aire de prisión. Incluso la reproducción de la Capilla Sixtina que se realizó en Cinecittà transmite una sensación similar, pues Berger y Reumont subrayan la concepción vertical de la estancia.
El austríaco la da una importancia fundamental a los primeros planos de sus intérpretes como herramienta para transmitir los procesos de reflexión de sus protagonistas, especialmente en el caso del Cardenal Lawrence (Ralph Fiennes), que ejerce como una especie de guía para el espectador durante la complejidad del proceso de sucesión papal. Cónclave aprovecha el aislamiento en el que se sumergen los cardenales para dotar a sus planos de una fotografía de gran contraste, especialmente en unos interiores con focos de luz muy marcados, que acentúan la sensación de turbiedad de los acontecimientos. Para forzar las zonas oscuras de esa iluminación, Reumont ha optado por aprovechar tanto el rango dinámico como la latitud de la cámara de cine digital RED V-Raptor X, estableciendo así un bellísimo contraste con unos exteriores caracterizados por una luz grisácea, plúmbea, como si siempre estuviera a punto de llover.
Precisamente, a lo largo de todo el metraje hay un espléndido juego con los colores, aprovechando la continua presencia del rojo (sean en el hábito de los cardenales o solo en su solideo) para hacerlo chocar, a nivel visual, con tonos más neutros como el blanco o el gris. A retener, en ese aspecto, el hitchcockiano plano de los cardenales refugiados bajo paraguas blancos.
En lo que Cónclave también se aproxima al cine de los años 70 es a través de un reparto repleto de estrellas veteranas, que aportan al largometraje un peso específico suficiente como para que, pese a que no tengan un desarrollo tan profundo a nivel de guión como en el caso de Fiennes, sus personajes se sostengan por sí mismos. Algo que resulta fundamental para el arco dramático del Cardenal Lawrence, que, un poco como el Padre Karras (Jason Miller) de El exorcista (1973), se ve obligado a ejercer su responsabilidad dentro de la Iglesia católica en plena crisis de fe, si bien aquí hace frente a un tipo de demonios muy distintos a los de la película de Friedkin.