A veces, más a menudo de lo que sería razonable, pasa que lo que funciona se exprime hasta que deja de funcionar. Es sistemático y sintomático, es de primero de miedo y de segundo de fracaso. Así somos cuando queremos asegurar el triunfo sin darnos cuenta que eso, en un número grande de las ocasiones, es solo la antesala para la derrota final. Es lo que pasa con las fórmulas que se agotan cualitativamente aunque sean inagotables cuantitativamente, que se repiten como la morcilla pero no saben cómo la morcilla. Porque una vez dado con el camino lo más cómodo es seguir lo que otros ya anduvieron, aunque el poeta nos dejara bien claro que el camino lo hacía cada uno por el simple hecho de andar. Por Lolo Ortega

El true crime anda de capa caída porque ya solo la posmodernidad o miradas más afiladas y críticas lo pueden salvar o lavarle la cara. En la primera liga jugaría Sólo asesinatos en el edificio (Disney+), The Afterparty (AppleTv) o la más flojita La Residencia (Netflix). En la segunda, Anatomía de una caída (Justine Triet, 2023), en su parte reflexiva y europea, o Jurado nº2 (Clint Eastwood, 2024) desde el clasicismo y la retranca del cine americano más auténtico y genuino.
En España casi siempre llegamos tarde y en este caso no iba a ser una excepción. Además, para más inri, se suma que nuestras producciones más estándar han triunfado en más de medio mundo gracias a la plataforma de la N colorada y, claro, cómo desaprovechar ese nicho (muerte) y oportunidad (rebajas).
Junto a la prosaica El cuerpo en llamas, la otra gran estrella triunfadora del subgénero es El caso Asunta, mimético ejercicio que a ratos roza lo chanante y a ratos el relato de terror desaforado y demasiado humano, que se centra en el famoso asesinato de la niña china Asunta Basterra Porto, a manos de sus padres adoptivos, dos peligrosos tolais de la alta sociedad coruñesa.

Intentando repetir la fórmula y con Tristán Ulloa repitiendo su papel de hombre apocado, Carlos Sedes, Ramón Campos y demás equipo de Bambú Producciones eligen otro caso famoso criminal del imaginario español más cercano temporalmente: el caso de la conocida viuda negra de Patraix, Maje Moreno, una enfermera con una nutrida colección de amantes que hizo que el más desgraciado de todos (un celador de su mismo hospital) apuñalara repetidas veces a su marido en el parking del piso familiar mientras ella estaba de guardia
Un caso con todos los mimbres para enganchar a la audiencia, pero que sorprendentemente no dio para una serie corta sino para una película larga, tal vez demasiado larga y deslavazada.
Se repite la fórmula de actriz carismática, pero en este caso no con el papel protagonista como había sucedido con Candela Peña en la anterior, sino en el rol de policía dura, humana y divertida que acomete con rutinaria calidez una Carmen Machi en estado de gracia.
Eso funciona como también funciona la construcción principal de la trama (la aparición tardía del personaje del asesino, la muerte sorpresiva y real de uno de los policías que acompañaba al personaje de Machi en el caso). Cuando empieza a hacer aguas es cuando se intenta profundizar en las motivaciones de los personajes y en lo de los creadores.

Porque en La viuda negra todo funciona por acumulación y mimesis, por la historia y la leyenda, porque conocemos la luz y la oscuridad de manera frontal y sin ambages, porque sabemos que hay un giro, un desvío y una carretera hacia el infierno.
La dirección está clara pero el sentido palidece por la falta de ambición, de capas o de profundidad, por su sensación de trámite, por la confirmación de que ya habíamos estado aquí y que, seguramente, dentro de una semana, un mes o un año volveremos a estar. Y ese día, Tristán Ulloa volverá a ser un hombre apocado que mata por amor y habrá una historia que ya conocemos pero de la que vamos a conocer poco más.