Sony acaba de anunciar que el fracaso de Kraven the Hunter supone el final de su universo arácnido, pero debería ser también el clavo en el ataúd del tipo de producción cobarde, perezosa, que ha caracterizado al cine de superhéroes de los últimos años. Por Tonio L. Alarcón
Más allá de la coincidencia temporal de que las dos primeras producciones de Marvel Studios, Iron Man (2008) y El increíble Hulk (2008), se adelantaran apenas unos meses a la crisis bursátil mundial de octubre de ese mismo año, es innegable que el boom del cine de superhéroes se fundamentó en la necesidad para varias generaciones de espectadores de desconectar respecto a la época de recesión económica más grave de los últimos tiempos.
Los enfrentamientos arquetípicos auspiciados por el equipo reunido alrededor de Kevin Feige (incluso cuando aparentaban una mayor complejidad, como en la celebrada Capitán América: El Soldado de Invierno (2014)) permitían al público confiar, sumergidos en sus kilométricos metrajes, en un mundo más justo, más equilibrado. Obviando, claro está, la paradoja de que fueran blockbusters financiados por conglomerados multimedia que, en sus ansias febriles por seguir multiplicando los dividendos de sus accionistas, contribuían (y continúan contribuyendo) al desequilibrio económico que sigue siendo el pan de nuestro día a día.
La voracidad del sistema, así como la crisis de distribución que provocó (o más bien agravó) la epidemia del coronavirus, llevó a que el crecimiento orgánico de las franquicias se fuera transformando, a toda velocidad, en poco más que una picadora de propiedades intelectuales. El desenfreno de estrenos, al convivir las producciones cinematográficas con las pensadas para plataformas, así como la anorexia narrativa provocada por el miedo a confiar en directores con visión propia, ha ido desencadenando un hartazgo creciente por parte de los fans.
Puntos tan bajos como Wonder Woman 1984 (2020) o The Marvels (2023) llevaron a que Marvel Studios frenara en seco su producción para reorganizarse, y a que Warner convirtiera DC Films en DC Studios, poniendo al mando a James Gunn y Peter Safran.
Solamente en un contexto así de volátil se entiende que el inesperado éxito de una película simpática, pero no especialmente llamativa, como Venom (2018) llevara a Sony a desarrollar la delirante idea de construir un universo cinematográfico alrededor de un personaje, Spider-Man, que no pueden usar sin permiso de Marvel Studios debido al acuerdo de (co)producción iniciado con Spider-Man: Homecoming (2017). Es decir, que largometrajes como Morbius (2022), Madame Web (2024) o el que nos ocupa, Kraven the Hunter (2024), se han convertido, debido a la mutilación de su conexión con el héroe arácnido, en auténticos simulacros cinematográficos.
Al desarrollar universos inherentemente incompletos, todas ellas han devenido, de forma paradójica, auténticas exploitations de lujo (hasta el punto de que Madame Web llegó a convertir a Ezekiel Sims en un sosias de Spider-Man) que orbitan alrededor de una franquicia en la que, en realidad, no pueden adentrarse.
No en vano, el guionista original de Kraven the Hunter, Richard Wenk, escribió una primera aproximación al supervillano que bebía, según sus declaraciones, de la que seguramente sea la mejor historia del personaje: La última cacería de Kraven.
Un arco argumental especialmente oscuro, cuya intensidad se basa, de hecho, en la retroalimentación moral y existencial que se establece respecto a su némesis, Spider-Man… Cuyos ecos se intuyen, entre líneas, dentro de la profunda escritura que Art Marcum y Matt Holloway han realizado sobre el trabajo de Wenk, de la misma manera que lo hicieron en Morbius respecto a lo firmado por Matt Sazama y Burk Sharpless. Y si bien se pueden intuir la influencia de Wenk en el dibujo que hace la película de Sergei Kravinoff (Aaron Taylor-Johnson), una especie de variación en clave fantástica del Robert McCall (Denzel Washington) de la franquicia The Equalizer, en cambio Marcum y Holloway han optado por rodearlo de un universo flácido, incoherente, en el que han intentado meter con calzador multitud de referencias al mundo del superhéroe arácnido… Pero, de nuevo, sin posibilidad de mencionarlo.
La adscripción a semejante proyecto por parte de un director, en los inicios de su filmografía, tan interesante como J.C. Chandor no puede responder más que a un intento desesperado por sobrevivir en una industria que invisibilizó una película de acción muchísimo más interesante (y más adulta) como Triple frontera (2019). Se intuye cierto esfuerzo por su parte a la hora de captar la belleza natural de las localizaciones de Islandia y Escocia donde se llevó adelante el rodaje. Más allá de eso, resulta evidente una desgana en las formas similar a la de su director de fotografía, Ben David, capaz de lo mejor cuando conecta con el proyecto (sus colaboraciones con Matthew Vaughn y Martin McDonagh) y de lo peor cuando funciona con el piloto automático (su trabajo para Marvel).
Todo lo cual, unido a un flojísimo trabajo con los efectos digitales (el que interpreta Alessandro Nivola seguramente sea el Rino peor diseñado que jamás se haya visto en pantalla, grande o pequeña), deriva en una película especialmente vulgar a nivel visual, y que, por si fuera poco, resuelve con particular ineficacia todos los enfrentamientos físicos de su protagonista.