El primer León de Oro del cine español llega por fin a nuestras salas: la última película de Pedro Almodóvar, capitaneada por Tilda Swinton y Julianne Moore, es una reafirmación del estilo y las preocupaciones del director manchego. Por Belit Lago

Resulta curioso que el título original de la adaptación de la obra de James Joyce Dublineses que realizó John Huston en 1987 sea The Dead, que Martha (Swinton) e Ingrid (Moore) verán en su relajada maratón de cine, en una especie de regalo cinematográfico previo al sueño eterno que aguarda tras la puerta.
Y nunca mejor dicho, pues el código entre ambas recae en esa puerta, cuya apertura enviará un mensaje de esperanza y cuyo cierre significará el cambio y corto definitivo. La última película del director de El halcón maltés, fuertemente aclamada por la crítica internacional, se convertía inmediatamente en un testamento de lo más acertado. El film trata aquellos temas que podrían ser recurrentes en alguien que está en su etapa final de la vida: el paso del tiempo, la inevitabilidad de la decadencia y, por supuesto, la muerte; tópicos que entroncan, también, el núcleo temático de La habitación de al lado.
Si bien el deseo del público es que Almodóvar nos deleite, todavía, con muchas más de sus propuestas, su preocupación por la finitud de la vida parece irreprimible. En Julieta (2016) ya observábamos ese desdoblamiento nostálgico entre presente y pasado, así como los destrozos emocionales que puede causar el fallecimiento de alguien cercano.

En Dolor y gloria (2019), el protagonista, un cineasta en su ocaso vital y profesional, volvía atrás para repasar su existencia, en un intento de agarrarse a los recuerdos como consuelo a un ahora que se apaga.
En esta última película, el cineasta enfoca sus inquietudes en dos personajes que representan distintas maneras de afrontar la fatalidad de un cáncer terminal. Por un lado, Martha está decidida a dejarse ir. Tiene completamente asumido que su hora ha llegado y lo único que desea es huir de la frialdad y lo aséptico de morir enchufada a una máquina sumida en la palidez de una triste habitación de hospital. Ingrid, una amiga de juventud de Martha que vuelve a su vida como un ángel caído del cielo, acaba de publicar una novela que literalmente trata de su miedo a la muerte.
La idea de que Martha no quiera luchar hasta el final con estoicismo y la poca vitalidad que le queda, es algo que la trastoca profundamente. Sin embargo, hará de tripas corazón y responderá afirmativamente a la petición de la moribunda: mudarse con ella durante unas semanas a una casa en la montaña para evitar la triste estampa de morir en soledad.
Como siempre en el cine del manchego, la trama está plagada de subtemas cuya trascendencia se deja en un segundo plano: la culpabilidad que define la relación maternofilial entre Martha y su hija Michelle, las consecuencias vitales de la guerra sufridas por el padre ausente de esta, o la ecoansiedad que es capaz de cambiarle el carácter a Damian (Turturro), que a su vez forma una especie de triángulo, no del todo soterrado y marcado por la mentira, con las protagonistas.

Pese a que la reconstrucción del pasado con el uso de detalladísimos flashbacks (entre los cuales descubrimos la efímera pero intensa aparición de Vicky Luengo) carga de más el sublime ejercicio conversacional sustentado en primeros planos y un contundente alegato sobre la urgencia de decidir sobre la escisión de nuestras vidas, La habitación del al lado deja en nosotros la sensación de haber asistido a un excelente espectáculo, tanto de dirección como de actuación, haciendo que abandonemos la sala con la certeza de que Almodóvar sigue más en forma que nunca.
Sin olvidar su icónica esencia estética —esa construcción de los espacios en consonancia con un hilo musical estremecedor—, el cineasta propone una pieza para todos los públicos: aquellos que quieran disfrutar de un melodrama sirkiano están de suerte, pero también los que buscan en el séptimo arte la profundidad de un discurso tan bello como amargo, tan real como la vida misma.