Cinco años después de su celebrada La trinchera infinita, Aitor Arregi y Jon Garaño vuelven a inspirarse en hechos reales para analizar, jugueteando con los límites entre ficción y realidad, la deriva de una sociedad cada vez más anclada a las apariencias. Por Tonio L. Alarcón
Pese a no haber llevado a cabo una adaptación de El impostor, de Javier Cercas, está claro que Aitor Arregi y Jon Garaño comparten la impresión del escritor de que no tenía sentido limitarse a ficcionalizar una vida, a su vez, tan (auto)ficcionalizada como la de Enric Marco. De ahí que, desde el mismo arranque de Marco (2024), los directores jueguen con la misma naturaleza del largometraje que han creado.
Por un lado, subrayan que se trata de una ficción (la presencia de la claqueta en el primer plano, la inmovilidad de los actores…); por el otro, van infectando el relato con metraje real, extraído de los acontecimientos narrados. Lo que da pie a una de las imágenes más bellas, por extrañadas, de la cosecha actual de cine español: la de Enric Marco (Eduard Fernández) observando en la pantalla de un cine a su contrapartida real en el documental Ich bin Enric Marco (2009) de Santiago Fillol y Lucas Vermal.
A diferencia del caso de otro mentiroso patológico como Jean-Claude Romand (que llevaron a la pantalla directores tan distintos como Laurent Cantet, Nicole Garcia o Eduard Cortés), el de Marco no entra en el terreno de la crónica negra: aun así, Arregi y Garaño conciben la película como un thriller tenso, vibrante.
Para ello, la fotografía de Javi Agirre Erauso hace uso expresivo de una iluminación contrastada, llena de sombras, que generan una inquietud progresiva en torno a una existencia en apariencia bastante anodina, banal. De ahí que, a diferencia de su anterior colaboración, la serie Cristóbal Balenciaga, en la que hicieron uso de una Alexa Mini LF, aquí hayan empleado una cámara que les ha garantizado una mayor sensibilidad para trabajar con menos luz, como la Alexa 35. Un cambio fundamental para retratar con mayor eficacia las sombras de su personaje central.
La paradoja del planteamiento dramático del filme es que lo que genera esa tensión constante es que lo que está en juego es, sencillamente, el status quo del personaje de Fernández. Una figura, la de Enric Marco, construida a partir del contraste entre su apariencia bonachona, inofensiva, y una miríada de miradas esquivas, reacciones extrañas y, en general, toda la extraordinaria interpretación física que brinda su actor protagonista. En la cual resulta fundamental su proceso de transformación, que no se limita a los kilos de más o a la calvicie, sino a una forma determinada de moverse, y sobre todo de encogerse sobre sí mismo, que expresa los efectos de la presión a la que se ha sometido alguien que lleva toda la vida enredado en su propia telaraña de mentiras. De ahí que Fernández pueda interpretar a Marco en los 70 sin apenas alteración: le basta cambiar la actitud para aparentar ser más joven.
Lo extraordinario de Marco es que, a través de un acontecimiento que tuvo lugar hace casi dos décadas, Arregi y Garaño están, en realidad, hablando de nuestro presente de posverdad, influencers y fake news. Cuando publicó El impostor, Cercas decía que todos nosotros somos, en nuestra vida cotidiana, un poco mentirosos. Que a veces adornamos la realidad para que nos quieran, nos aprecien o nos admiren un poco más.
Pero es que, desde entonces, esa tendencia se ha multiplicado hasta el histerismo debido a la presión que ejercen las redes sociales para que, un poco como Enric Marco, proyectemos al mundo una imagen idealizada de nosotros mismos, carente de complejidades y de sombras. ¿Y qué nos diferencia de él, que realmente no tenía nada más que ganar que una existencia más colorida, menos grisácea, que la que le había tocado?
Los directores rodean a su personaje principal de superficies reflectantes que nos recuerdan constantemente su naturaleza de doppelgänger del auténtico Enric Marco, una figura que no conocemos y de la que jamás veremos rastro alguno. Porque, como nos muestran durante el flashback a su época dentro de la CGT, Arregi y Garaño son conscientes de están intentando aproximarse a una persona que retorcía constantemente la verdad, adaptándose a su contexto y buscando la admiración de los que le rodeaban. Así que lo que llega a la pantalla (y de ahí lo espléndido de la interpretación de Fernández, que llena de matices su relación con el encuadre) no es más que un fantasma, la sombra de alguien en perpetua huida de sí mismo que ha acabado por borrarse por completo.
En el fondo, lo que proponen es prácticamente una inversión de lo que habían explicado antes en La trinchera infinita (2019). Allí Higinio (Antonio de la Torre) se convertía también en una especie de fantasma que acechaba el que había sido su hogar, pero, a diferencia de Marco, era porque su vida realmente estaba amenazada por el régimen franquista.
Lo que lleva a los directores vascos a profundizar en las contradicciones de la llamada memoria histórica: mientras los topos como Higinio eran borrados de la historia, los manipuladores como Marco, capaces de tergiversar sus discursos para adaptarlos a lo que la sociedad quería escuchar, campaban a sus anchas frente a las entidades públicas. La terrible pregunta que plantean Arregi y Garaño es ¿acaso hemos aprendido algo en todo este tiempo, o seguimos escuchando a los que, sencillamente, se adaptan a las ideas que el sistema demanda para asegurar su supervivencia?