Carles Torrens dirige una adaptación de la novela homónima de Manel Loureiro tan competente en su apartado técnico como conservadora en su recorrido por los lugares comunes de los relatos de zombis. Por Juan Galarza
Apocalipsis Z: El principio del fin, adaptación de la novela homónima de Manel Loureiro arranca con un prólogo previo al núcleo temporal de la película: en Galicia, una pareja regresa a casa en la víspera de Reyes tras pasar la noche con sus sobrinos.
En el trayecto, discuten sobre sus planes; promesas de un futuro como padres que nunca terminan de materializarse. De pronto, se ven involucrados en un accidente de tráfico que se cobra la vida de ella y en el que él sobrevive. Tras el siniestro, hay un salto temporal claramente acotado; ha pasado un año y el mundo se prepara para la llegada de un enemigo en común: un virus extremadamente contagioso y de rápida propagación que pone en jaque a los gobiernos.
El juego referencial con el mundo real, anunciado ya en ese arranque en el luminoso Vigo navideño de Abel Caballero, se vuelve aún más claro cuando se despliega en pantalla un imaginario indudablemente familiar: decretaciones de estados de alarma, alertas en los teléfonos móviles o restricciones de movilidad… ¡hasta se enuncia el “quédate en casa”! Hay, ciertamente, algo realmente perturbador en esa recuperación de los signos del COVID-19 para contextualizar la nueva epidemia.
Ecos aparte, es reseñable cómo, en los prolegómenos de una amenaza global, la puesta en escena de Apocalipsis Z subraya la soledad de Manel, el superviviente del accidente inicial (Francisco Ortiz), retratado en muchas ocasiones con planos cerrados que le aíslan de su entorno.
Las características del virus, una especie de rabia que transforma a las personas en seres irracionales y agresivos, sumada a la reclusión espacial, recuerdan al clima paranoico de una película estrenada en España este mismo año: Vincent debe morir (2023) de Stéphan Castang. No obstante, el terreno de la película queda rápidamente definido: un apocalipsis zombi, al que el protagonista debe intentar sobrevivir en soledad, cuando la población es evacuada y él permanece escondido con su gato.
Cuando los alimentos escasean, Manel debe abrirse paso en el exterior para buscar comida y, de paso, tantear una huida hacia las Islas Canarias (lugar todavía libre de la plaga). Es ahí, en ese paisaje apocalíptico, donde aparece cierta dimensión simbólica en la película: el héroe, sumido en un profundo duelo, debe sobrevivir entre los muertos vivientes y llegar a un punto en el que volver a empezar.
El escenario parece dar cuenta de su fracaso vital personal y, en su aventura, se acumulan distintos signos que se refieren a ese futuro que nunca alcanzó (bebé zombi incluido). Manel, recordemos, no deja de ser en sí mismo también un muerto viviente, o por lo menos, alguien que consiguió huir de la muerte.
Pese a estas posibles resonancias poéticas, es también innegable que toda lectura de la película en clave semiótica languidece ante su indudable naturaleza lúdica. En ese sentido, el libreto de Ángel Agudo es plenamente honesto y transparente, y la dirección de Carles Torrens tan sólida como pragmática: Apocalipsis Z no parece pretender, en ningún momento, huir de los lugares comunes ya transitados por las ficciones sobre zombis y su guion da todos los pasos esperados para una película de sus características.
Eso no impide, por supuesto, que el resultado sea un producto con un sólido empaque, sustentado en una atmósfera apocalíptica conseguida, unos efectos visuales más que convincentes y un gancho narrativo (explicitado en el propio subtítulo de la película) de cara a sus más que posibles secuelas.