Tras más de dos décadas dándole vueltas a la posibilidad de darle una continuación a Gladiator, Ridley Scott se ha lanzado a continuar la historia de Máximo en un tono mucho más excesivo, y con la influencia fundamental de las tragedias de Shakespeare. Por Tonio L. Alarcón
El relativo fiasco en taquilla de Prometheus (2012) enfrentó a Ridley Scott con la realidad de la reacción del público frente a las revisiones que ha venido realizando en los últimos años, con ánimo fundamentalmente pecunario, de las franquicias que más fama le han proporcionado.
El espectador (sobre todo, el contemporáneo) no quiere que se alteren las fórmulas que ya conoce, sino que se le ofrezca una reiteración más o menos camuflada de las mismas que le garantice una cierta sensación de confort. Tanto Alien: Covenant (2017), que dirigió él mismo, como Blade Runner 2049 (2017) y Alien: Romulus (2024), que puso en manos ajenas, corregían dicho rumbo y se esforzaban por no remar a contracorriente del fandom. Es más, la primera de ellas tenía la inteligencia de recuperar la figura de los xenomorfos prácticamente para usarlos como un McGuffin a través del que seguir profundizando en la figura que realmente le interesaba: la del sintético David (Michael Fassbender).
Una argucia que acaba de repetir en Gladiator II (2024). Aplicando lo aprendido con dichas experiencias, Scott ha trabajado mano a mano con sus guionistas, David Scarpa y Peter Craig, en la construcción de una gran rima del armazón argumental de Gladiator (2000) dirigida al corazoncito de los fans mientras, en segundo plano, desarrolla la historia que realmente está interesado en contar.
No es casual la sensación que transmite el largometraje de que el británico está brindándole al público una especie de exploitation de lujo de la película que consolidó el estatus estelar de Russell Crowe. Sin embargo, momentos tan excesivos como la pelea contra simios (digitales, por supuesto) o la batalla naval en el coliseo con tiburones incorporados no son más que simples trucos de prestidigitación, distracciones para desviar la atención de la tramoya shakesperiana del proyecto.
Ahí encaja la elección para heredar el estatus heroico de un actor mucho menos carismático que Crowe, y más próximo al estoicismo musculoso de un Victor Mature, como Paul Mescal. Sobre el papel, Jano/Lucius es el protagonista principal del relato, pero a la hora de la verdad no es más que la figura que guía al espectador por una Roma marcada, de nuevo, por la corrupción, las mentiras y las traiciones. Lo que plantea una cruda realidad respecto a la naturaleza del imperio romano: la película nos dice que la visión idealizada de Marco Aurelio (Richard Harris), que sigue teniendo eco aquí, no era más que un espejismo, siendo la dictadura de Cómodo (Joaquin Phoenix), en realidad, un síntoma de su proceso de decadencia.
Aunque puede resultar tentador, especialmente en el actual clima político, establecer paralelismos entre lo que cuenta Gladiator II y nuestra realidad más próxima, lo interesante es que lo que han hecho Scott, Scarpa y Craig no es más que absorber elementos de textos clásicos de Shakespeare como Ricardo III o Coriolano. De ahí que se haya confiado en actores con mucho más peso dramático como Pedro Pascal o, sobre todo, Denzel Washington, para dar vida a los personajes con una mayor carga de grises, y que realmente son los que aportan complejidad a un largometraje que, sin ellos, no sería más que una simple historia de venganza.
Hay que recordar que, además de su reiterada participación en producciones teatrales shakespearianas, Washington protagonizó en fecha reciente La tragedia de Macbeth (2021) para Joel Coen. Así que resulta imposible no distinguir la influencia de toda esa experiencia profesional a la hora de construir la serpentina (y, por supuesto, muy magnética) interpretación que brinda de Macrinus, que puede verse casi como un reflejo de otro gran villano de su filmografía como fue el sargento Alonzo Harris de Training Day (Día de entrenamiento) (2001).
A la hora de aproximarse a las sensaciones estéticas de la película original, Scott ha vuelto a contar con el mismo director de fotografía, John Mathieson, con quien no trabajaba desde Robin Hood (2010). Sin embargo, hay que reconocer que no se han limitado a repetir lo que ya habían hecho antes.
Evidentemente, la técnica utilizada ha sido diferente, pues Gladiator se rodó todavía en 35 mm, lo que limitaba la cantidad de cámaras simultáneas, mientras que el uso de modelos de cine digital Alexa LF y Alexa Mini LF les ha permitido elevar, en esta secuela, el número hasta once a la vez en algunas de sus set pieces.
No sólo eso, sino que los tonos desvaídos, apagados, que el británico utilizó hace más de dos décadas por herencia de la estética desaturada de los 90, se transforman en Gladiator II en una auténtica explosión de colores (tanto es así, que el propio Mathieson compara su visión de Roma con Las Vegas) que la sitúa mucho más próxima al peplum, y pone sobre la mesa hasta qué punto sus responsables eran perfectamente conscientes de estar llevando a cabo un largometraje mucho más excesivo y, por qué no decirlo, también mucho más desprejuiciado.