Jacob Elordi y Richard Gere protagonizan la última película de Paul Schrader, una sobria reflexión sobre la maleabilidad de los conceptos de verdad y mentira desde cierta perspectiva autobiográfica. Por Belit Lago
El guionista de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), autor de uno de los ensayos cinematográficos más interesantes de la modernidad titulado El estilo trascendental en el cine. Ozu, Bresson, Dreyer (1972), ha estado obsesionado durante buena parte de su carrera con la idea de la redención del hombre blanco, tema al que le dedicó de manera explícita su reciente trilogía sobre la culpa y el remordimiento iniciada en 2017 con El reverendo.
Tanto el atormentado sacerdote en esta primera entrega, como el jugador de póquer en El contador de cartas (2021) y el neonazi reconvertido en floricultor en El maestro jardinero (2022) representan a unos individuos atravesados por la soledad del arrepentimiento y el dolor de un pesar que los atormenta.
Con Oh, Canada, el de Michigan demuestra la perennidad de su inquietud magna y nos ofrece el retrato de un enfermo terminal que se niega a marcharse sin antes confesar —o por lo menos intentarlo— la maraña de embustes que lo han convertido en el mito que es en la actualidad.
Schrader adapta Foregone (2021), una de las últimas novelas de Russell Banks, escritor y amigo con quien cada año solía pasar unos días de verano en Adirondack, cordillera al noreste del estado de Nueva York. Banks fallecía a principios de 2023 a causa de un cáncer sin la posibilidad de ver la película terminada, hoy convertida en una especie de homenaje post mortem que recupera, a petición del propio autor, su título original.
Richard Gere es Leonard Fife, un reconocido documentalista que desertó a Canadá para evitar su participación en la guerra de Vietnam. Ya en su última etapa vital, postrado a una silla de ruedas y rendido a la relación de dependencia que le une tanto a su cuidadora como a su mujer Emma, interpretada por una Uma Thurman lastimosamente anecdótica, acepta realizar una entrevista para un proyecto dirigido por dos de sus antiguos alumnos, excompañeros de clase de su esposa.
Su intención no es otra que quedar en paz con el mundo revelando una verdad basada en una difusa colección de recuerdos a través de los que busca esa anhelada redención, objetivo último de los protagonistas de Schrader.
El director utiliza la excusa de la confesión, cuya puesta en escena surge de un equilibrio entre lo elemental y lo funcional, para edificar un relato sobre algunas de sus otras preocupaciones: las consecuencias tanto físicas como mentales de la enfermedad, la urgencia de dejar huella antes de desaparecer y, por encima del resto, el valor de lo real. El cineasta nos lanza una pregunta de relevancia casi cósmica: ¿A quién pertenece la verdad?
Fife narra su vida en un caótico y enigmático monólogo sobre las posibilidades de un tramposo pasado. Un joven e idealista Leo (Jacob Elordi), cuyas conquistas románticas sirven para estructurar las distintas temporalidades de esta historia que es cierta a medias, protagoniza esta amalgama de pasados desordenados. Dicha fórmula, que a ratos podría confundir al espectador, funciona a su vez como prueba de la transformación a la que sometemos a la memoria cuando tratamos de compartirla.
La diversidad en el uso de formatos de pantalla junto a la alternación entre el color y el blanco negro fortalecen la idea de la multiplicidad de puntos de vista, así como la incoherencia del engaño en el que Fife ha sustentado toda su vida, al que decide enfrentarse, siempre con Emma al otro lado de la cámara —como receptora capital—, en un presente en el que la muerte parece más cercana que nunca.